Nexos Magazine (Mexico)
Boys de Annie Kevans
Luciano Concheiro San Vicente
16 June 2014
Dimos vuelta a la derecha para llegar a la última sala. Como las demás, tuberías expuestas recorrían sus altos techos, las paredes eran completamente blancas y el color del piso era tan genuinamente imperceptible que no me acuerdo de él. Era, para decirlo de manera más sencilla, una típica sala de museo de arte contemporáneo.
Apenas entramos a ella, Ignacio exclamó: qué pureza. Era prácticamente imposible no coincidir con él. Sobre sus paredes colgaban veintinueve retratos de niños de tres o cuatro años. Yo no lograba decidirme cuál me gustaba más. Todos estaban pintados en oleo sobre un papel amarillento, mantenían un tono sepia similar y tenían el mismo tamaño. Creo que mi imposibilidad para elegir mi favorito surgía del hecho de que estaban retratados niños negros, orientales, blancos, latinos. Me reconfortaba verlos a todos juntos. Sentía que, más allá de sus enormes diferencias, compartían la misma inocencia y alegría infantil. Me dije a mí mismo: en ese momento de nuestras vidas, en el fondo, todos somos iguales.
Nos acercamos y vimos con cuidado cada uno de los retratos. Intercambiamos un par de comentarios sobre su manufactura. Eran técnicamente perfectos y sus suaves trazos por momentos hacían que el oleo pareciese acuarela. Individualmente eran grandes cuadros, en conjunto se volvían estremecedores.
En mi pedante adolescencia adquirí la manía de solamente leer la ficha técnica de aquellas obras que realmente me impactaran. Me parecía con ello forma homenajeaba al autor. Hoy, aunque con más curiosidad que arrogancia, lo sigo haciendo. Deje a Ignacio en medio de la sala, con cara de padre que ve a sus hijos columpiarse, y caminé hasta el fondo. Ahí, me encontré una hoja de papel plastificada.
(Todos 2004, Oleo en papel, 51 x 41 cm)
Adolf Hitler, Alemania
Alexander Lukashenko, Bielorrusia
Alfredo Stroessner, Paraguay
Ante Pavelić, Croacia
Benito Mussolini, Italia
Efraín Ríos Montt, Guatemala
Ferdinand Marcos, Filipinas
Francisco Franco, España
François Duvalier, Haití
Hendrik Verwoerd, Sudáfrica
Hissène Habré, Chad
Hugo Banzer, Bolivia
Humberto Braco, Brasil
Idi Amin, Uganda
Ion Antonescu, Rumania
Jean-Claude Duvalier, Haití
Jorge Rafael Videla, Argentina
Joseph Stalin, Unión Soviética
Kim Il Sung, Corea del Norte
Mao Zedong, China
Mohamed Suharto, Indonesia
Ne Win, Bruma
Ngo Dinh Diem, Vietnam
Nicolae Ceaușescu, Rumania
Radovan Karadžić, Serbia
Robert Magabe, Zimbabue
Saddam Hussein, Iraq
Slobodan Milošević, Serbia
Yasuhiko Asaka, Japón
La lista estaba compuesta por los personajes más siniestros de nuestra historia reciente. Sin querer aceptarlo, me caí en cuenta que cada nombre correspondía a un retrato. En aquel rostro berrinchudo vi a Slobodan Milošević y la limpieza étnica, en aquel otro de ojos profundos vi a Hendrik Verwoerd y el apartheid. No podía dejar de pensar que esos niños que no me habían inspirado más que los más puros sentimientos terminaron convirtiéndose en los más terribles dictadores y genocidas del siglo pasado. Ese grupo de niños que me habían llevado a pensar en lo maravilloso que era la infancia habían provocado la muerte de millones de seres humanos. Juntos representaban lo más obscuro: represión, persecución, corrupción, tortura, asesinato sistemático. El trabajo Annie Kevans me obligó cuestionarme el origen de este sentimiento aparentemente contradictorio. ¿Qué tuvo que pasar para que ese niño regordete, de ojos vivaces y mirada altiva, se volviera Radovan Karadzic?
Ninguno de esos niños era el criminal que terminaría siendo. Quiero pensar que en aquellos rostros no existía aún aquello que como adultos los distinguiría. En ese niño de ojos azules de la esquina todavía no estaban los rasgos que lo llevarían a ser Adolfo Hitler. Me inclino a pensar que, incluso en los casos más extremos, no podemos decir que las personas nazcan siendo malas o buenas. Tuvieron que pasar una serie de sucesos para que aquellos niños se convirtieran en lo que fueron y, lo más importante, tuvo que haber un momento histórico propicio para que se desarrollaran en lo que finalmente fueron.
Diciendo esto no busco eximir a esta serie de hombres (¡singularmente no hay ninguna mujer!) de la responsabilidad de sus actos. No quiero decir que fueron productos de la historia y por ende no son culpables de atrocidades que cometieron. Lo que quiero señalar es que todos los niños que Annie Kevans retrató pudieron no haberse vuelto genocidas, pudieron haber sido cualquier otra cosa. Buena parte de esos hombres en algún otro momento histórico no hubieran sido más que locos megalómanos.
Vale la pena sentarnos a pensar qué podemos hacer para prevenir que alguno de niños que hoy nos rodean termine siendo un Alfredo Stroessner o un Mao Zedong. ¿Qué sociedad tenemos que tener para que los niños no se convierta en aquello que se convirtieron los veintinueve retratos de Kevans?